La experiencia del dolor psíquico tras una pérdida, un accidente o una enfermedad no puede reducirse a la simple medición de su intensidad en un instante. Esa perspectiva, anclada en la inmediatez, captura apenas una fotografía. La verdadera comprensión del sufrimiento emerge cuando lo concebimos como una trayectoria: lo que cambia, lo que persiste y lo que se transforma en el tiempo. Existen itinerarios distintos del malestar. Algunos sujetos muestran un lento pero sostenido retorno hacia la estabilidad; otros permanecen fijados en un estado melancólico que se prolonga. Estas diferencias no se limitan a lo emocional. Se expresan en la vitalidad cotidiana, en la lucidez cognitiva, en la autoestima y, en no menor medida, en la salud corporal.

Nuestra cultura tiende a imaginar la superación del trauma como una meta puntual, un regreso súbito a la normalidad. Sin embargo, la resiliencia no implica ausencia de dolor, sino la capacidad de orientarse, aun cuando la tristeza sigue habitando la experiencia. Las oscilaciones emocionales forman parte constitutiva de este proceso. De ahí que un retroceso temporal no cancela el avance logrado o que un momento de alivio no significa la resolución definitiva. Reconocer esta lógica no lineal nos permite comprender que la recuperación no es un signo de fortaleza inmutable, sino la expresión de una adaptación en marcha, hecha de discontinuidades y persistencias.

La clave interpretativa es aprender a leer las trayectorias del dolor, donde la pregunta central  no es “¿cómo se encuentra esta persona hoy?”, sino “¿hacia dónde se dirige su experiencia?”. Tal desplazamiento de la mirada introduce un cambio profundo en la práctica clínica y en las políticas de salud: no basta con intervenir en la crisis, es necesario acompañar los procesos de reorganización subjetiva en el tiempo. Desde esta perspectiva, la resiliencia deja de ser un rasgo estático o un privilegio de algunos, para convertirse en un proceso dinámico, susceptible de ser acompañado, sostenido y cultivado. Recuperarse, entonces, no significa retornar a un estado previo idealizado, sino aprender a habitar la propia biografía con las marcas del dolor integradas en ella. Tal como magistralmente expresó la poetisa Gabriela Mistral: “Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o prosa.

Dr. Jaime Silva Concha

Instituto de Bienestar Socioemocional (IBEM UDD)

Universidad del Desarrollo