El artículo de Michael S. Scheeringa examina la base empírica de uno de los relatos más influyentes —y menos contrastados— sobre trauma y cerebro.

En los últimos años, pocos libros han marcado tanto el discurso público sobre salud mental como The Body Keeps the Score de Bessel van der Kolk. Su tesis —que el trauma deja huellas indelebles en el cuerpo y el cerebro, y que solo las terapias “corporales” permiten su reparación— ha trascendido el ámbito clínico, llegando a la educación, la política y la cultura popular. Sin embargo, Michael S. Scheeringa, psiquiatra e investigador de la Universidad de Tulane, plantea en el BJPsych Bulletin (2025) una revisión crítica que pone en duda la validez científica de estos postulados y su impacto en la práctica clínica contemporánea.

Scheeringa revisó 122 afirmaciones del libro —42 sobre neurobiología, 51 sobre tratamientos y 29 sobre desarrollo infantil y memoria— encontrando que buena parte de ellas se basan en evidencias incompletas o interpretaciones sesgadas. Lo que parece una verdad establecida —que el trauma causa “daño cerebral permanente”— se sostiene, en realidad, sobre estudios transversales sin poder causal, con resultados inconsistentes y escasa replicación. Los pocos trabajos longitudinales disponibles sugieren que las diferencias cerebrales observadas en personas con trauma podrían anteceder al evento traumático, actuando más como factores de vulnerabilidad que como consecuencias directas. Este matiz, lejos de ser técnico, redefine el modo en que entendemos la resiliencia y la prevención.

La crítica no niega la existencia del sufrimiento traumático ni el valor de los abordajes somáticos; más bien, denuncia el riesgo de absolutizar modelos de “cerebro dañado” que tienden al determinismo. Si se asume que el trauma destruye irreversiblemente la arquitectura neural, la narrativa terapéutica se convierte en una búsqueda de reparación biológica más que de integración emocional. Frente a esto, Scheeringa propone volver a modelos diatesis–estrés, que reconocen la interacción entre vulnerabilidades previas y experiencias adversas, permitiendo comprender la diversidad de respuestas ante el trauma sin reducirlas a un único mecanismo.

El segundo eje de su revisión aborda las afirmaciones sobre eficacia terapéutica. Van der Kolk sostiene que solo las terapias centradas en el cuerpo —como yoga, danza, neurofeedback o terapia sensoriomotora— pueden “reprocesar” el trauma al actuar sobre sus raíces somáticas. Sin embargo, los metaanálisis revisados por Scheeringa muestran que las intervenciones más sólidas y consistentes siguen siendo las terapias cognitivo-conductuales centradas en trauma y la EMDR, sin que las terapias corporales muestren superioridad metodológica o resultados sostenidos. Muchos estudios citados en el libro presentan tamaños muestrales pequeños, falta de controles activos y sesgos de publicación.

Más allá de la evidencia empírica, el artículo explora un fenómeno cultural que ayuda a entender el éxito del libro: la fuerza persuasiva del “neurorealismo”. Cuando una narrativa se apoya en imágenes cerebrales o vocabulario neurocientífico, gana autoridad incluso entre profesionales. En el caso del trauma, la idea de que la adversidad deja “cicatrices cerebrales” ofrece una validación simbólica del sufrimiento, una forma visible y medible del dolor psíquico. Pero esta validación, advierte Scheeringa, puede distorsionar la comprensión clínica si se confunde resonancia cultural con evidencia científica.

El problema, en definitiva, no es que el cuerpo no participe del trauma —sabemos que lo hace profundamente— sino la extrapolación simplista de resultados parciales a afirmaciones totales. La neurobiología del trauma es un campo en desarrollo, con hallazgos heterogéneos y mecanismos aún debatidos, desde la regulación del cortisol hasta la epigenética. Pretender conclusiones definitivas puede más bien limitar la investigación que ampliarla.

Scheeringa llama a una responsabilidad compartida entre clínicos, investigadores y comunicadores: acercar el conocimiento científico al público sin renunciar a la complejidad. El desafío no es reemplazar narrativas populares por tecnicismos, sino construir relatos rigurosos que sigan siendo humanos. En un tiempo donde la psicología se debate entre la evidencia y la emoción, el pensamiento crítico es también una forma de cuidado.