La palabra “mentalización” puede resultar engañosa en la medida que lo asociamos al intelecto, pero, por el contrario, este concepto está empapado de emocionalidad. ¿Qué realmente significa este proceso? ¿Qué relevancia tiene a la hora de criar y educar a nuestros hijos/as? 

Actualmente, hay cada vez más evidencia y conciencia sobre la importancia del cuidado cariñoso y sensible en la primera infancia por parte de los padres y cuidadores del entorno cercano. En esta línea el “apego” se ha tomado la agenda pública, ciudadana y académica, entendiendo este concepto como una necesidad que se encuentra en lo más profundo de nuestra esencia social, biológica y emocional. Es en este proceso la mentalización es de vital importancia, puesto que habitualmente interviene como una actividad no consciente ni controlada, sino intuitiva y emocional, que funciona de manera automática en los intercambios interpersonales cotidianos. 

¿Qué entendemos por “mentalización”? Es una forma de actividad mental, que genera la interpretación de nuestro propio comportamiento como el de los otros/as, a lo referido a estados mentales como necesidades, creencias, sentimientos, entre otros. En nuevas palabras: significa vernos a nosotros mismos desde afuera, y ver a los otros desde adentro (Holmes, 2016). Este concepto tiene una incidencia importante en la regulación emocional, puesto que es un recurso psíquico que facilita el desarrollo de relaciones interpersonales satisfactorias (Grael y Lanza Castelli, 2014). 

Toda esta actividad mental contempla una variada gama de operaciones cognitivas, como atender, percibir, reconocer, describir, interpretar, inferir, imaginar, simular, recordar, reflexionar y anticipar (Holmes, 2006).

Las funciones de este proceso -también conocido como función reflexiva (RF)- se asocian a lo siguiente: capacidad de analizar estados mentales de otros como entender su comportamiento, predecirlo y anticipar; capacidad de autorregulación, es decir identificar los sentimientos de uno mismo/a y así facilitar la toma de decisiones respecto a la expresión de dicho sentimiento; capacidad de reconocer estados mentales propios, como separar los pensamientos de la realidad y dirigirse al espacio representacional, conectando los pensamientos de los hechos pero sabiendo la diferencia (Grael y Lanza Castelli, 2014).

Los adultos y adultas -si hemos sido entrenados para esto- tendremos la capacidad de mentalizar respecto a nuestras emociones y de quienes compartimos cotidianamente. En cambio, los bebés y niños y niñas de temprana edad no pueden realizarlo por sí mismos, razón por la cual, se hace necesario que los cuidadores y cuidadoras lideren este proceso.  

Para Peter Fonagy, psicólogo y psicoanalista inglés relacionado a la teoría del apego, señala que los niños y niñas se apegan a sus padres y madres para poder ser mentalizados, ejemplificando con lo siguiente: desde la visión de un niño pequeño, la famosa frase de “pienso, luego existo” debería reemplazarse por “alguien piensa en mí, luego existo”.

¿En qué contexto se origina la capacidad para mentalizar? Frente a esto, Winnicott (1971) ofrece el punto de partida para la mentalización al sostener que cuando el bebé mira la cara de su madre se ve a sí mismo. El ser humano desde sus primeros minutos de vida tiene muchas necesidades afectivas que deben ser resueltas por sus figuras de apego, padres y/o cuidadores/as. En este sentido, el elemento central es la conexión, en otras palabras, requerimos de contacto físico y emocional para sobrevivir y desarrollar nuestra vida. De esto proviene la asociación de apego y la capacidad de mentalizar, es decir un cuidador o cuidadora que esté dispuesto afectivamente a descubrir la mente de su hijo/a, tendrá que generar un vínculo de apego seguro, y a la vez esto permitirá un óptimo desarrollo de habilidades mentalizadoras en sus hijos/as. 

La mentalización es un proceso relevante para la vida. Tan así, que, si como padres no generamos este proceso en nuestros hijos/as, una de las secuelas será la ausencia de mentalización, ósea el niño o niña no tendrá la facultad de generar conciencia sobre la emoción que está viviendo, reflexionarla y gestionarla.  Si no está la capacidad de hacer esto con uno mismo, tampoco lo podrá estar con los demás.

Aquellos niños y niñas que posean un apego seguro con cuidadores/as que los contengan, es decir que pongan en palabras los estados de desconcierto del bebé, que den respuesta a sus necesidades,  estos niños/as, adolescentes, adultos/as, tendrán más competencia para mentalizar que los niños con apego inseguro o desorganizado (Fonagy et al. 2002).

Por estas razones se hace fundamental que los adultos/as que son parte del entorno cercano de un niño/a tengan la capacidad de mentalizarlo. Desde el nacimiento del niño/a es clave la respuesta sensible, que se define como la reacción del cuidador o cuidadora como aquella conducta que éste realiza para responder a las demandas del bebé, incluyendo la capacidad de notar sus señales, poder interpretarlas adecuadamente y responder afectiva y conductualmente de manera apropiada y rápida (Bowlby, 1980, 1988, 1997, 2003).

Los padres y cuidadores cercanos son los que nos enseñan las herramientas para la vida y la obtención de una mente sana que nos transforman en seres humamos empáticos y sensibles a nuestro entorno, mediante el aprendizaje sobre cómo comportarnos, reflexionar y gestionar nuestras emociones, por lo tanto, no es algo innato. Los niños y niñas merecen ese desarrollo equilibrado, por ende, está en nuestras manos -como adultos responsables- entregar una respuesta sensible que sea capaz de ver y entender las cosas desde el ángulo del bebé o niño/a, y no del nuestro.