Hace algunos años, existe la preocupante constatación que muchas personas normales están recibiendo el diagnóstico de enfermedad. Las etiquetas como «depresión o trastorno depresivo»  conllevan una narración que apuntan a la idea de «enfermedad mental». Para muchos, eso crea una carga adicional y un elemento más que agregar al momento de sufrimiento que se experimenta. A  medida que más y más clínicos e investigadores cuestionan si la depresión podría ser mejor entendida como una respuesta adaptativa a la adversidad, en lugar de una enfermedad mental, es importante generar cultura y conocimiento respecto de la emoción de tristeza.

La tristeza es una emoción asociada a la pérdida, perdida de conexiones significativas en dimensiones que son importantes para una persona; esto abarca ámbitos innumerables pero ciertamente es mucho más potente cuando se trata de relaciones interpersonales. La pérdida afectiva es una de las experiencias que más literatura científica (y claro esta, no científica) ha producido en comparación a otras vivencias. 

Vivir pérdidas afectivas o desconexiones emocionales es parte constitutiva de la experiencia individual en el transcurso del desarrollo. Rupturas afectivas, la muerte de un ser querido, la pérdida de un trabajo, quiebres entre amistades, etc. pueden ser fuente de reacciones emocionales intensas, que son parte de la respuesta normal de los seres humanos a esta dimensión de la vida. Sin embargo, las sociedades también pueden acentuar estilos de vida que fomentan la desconexión.  El libro “conexiones perdidas” (Hari, 2019) se trasformó en un bestseller internacional, redundando en la idea de la tendencia actual en las sociedades individualistas a roer las conexiones con otros, el sentido de pertenencia, la relación con el medio ambiente, los valores compartidos, etc.

La ciencia a través de sus propios medios de divulgación ha demostrado en múltiples estudios que existe una correlación entre los grados de individualismo de una sociedad y sus niveles de sufrimiento emocional, incluyendo la prevalencia de trastornos depresivos y ansiosos.

Pero la pregunta sigue abierta, estas emociones ¿son parte de lo que los seres humanos experimentamos como parte de nuestra naturaleza y conformación social, o son lisa y llanamente síntomas de una enfermedad?  ¿El problema es el escenario que vivimos o hay algo «dentro» de las personas que puede ser descrito (tanto en síntomas como etiología) como una enfermedad?. Esta controversia ha generado mucha discusión clínica y científica en los últimos años, donde hay una compleja relación entra las industrias de la farmacología, los intereses de las aseguradoras sociales y las necesidades de la población que muchas veces devienen en la «conveniencia» de la etiqueta de depresión. Esta conveniencia se relaciona a factores económicos, políticos, prácticos, pero no conllevan en sí mismos la validación de la entidad llamada «enfermedad depresiva», todo lo contrario. 

La educación emocional es la potente herramienta que contamos como sociedad para hacer frente a estos dilemas; la tristeza es una emoción importante y que todos vamos a experimentar muchas veces en la vida. No debe perderse nunca de vista esta constatación.