La búsqueda de la identidad y el sentido de pertenencia en la adolescencia es un trabajo lleno de cambios y cuestionamientos. En ese contexto, son varias las investigaciones que apuntan a que tener una vivencia, visión o experiencia espiritual es un factor protector en esta etapa de la vida. 

La adolescencia es una etapa de la trayectoria vital especialmente relevante, porque son años marcado por procesos de maduración física, social y psicológica; además, representa un periodo conocido por la búsqueda de sentidos, objetivos y relaciones. En otras palabras, los adolescentes se someten a grandes transformaciones de identidad durante este periodo de la vida (Erikson,1968).  

En ese sentido, una revisión sistemática de estudios empíricos ha abordado la asociación entre prácticas espirituales y religiosas (PER), con el bienestar emocional de los adolescentes (Hardy, Nelson, Moore & King; 2019). Desde una perspectiva humanista, se entiende la espiritualidad como la capacidad para derivar sentido o propósito (meaning en inglés) de las situaciones, enfocándose en aspectos que los seres humanos consideramos como trascendentes y valiosos. “Desde la psicología, en cambio”, explica la Dra. Ps. Soledad Coo, investigadora del Centro de Apego y Regulación Emocional (CARE), “la espiritualidad se asocia a la capacidad de tener un propósito o sentido en la vida, que guía nuestro actuar y se asocia un aspecto o dimensión que nos trasciende, es decir, que va más allá de nosotros y de nuestra contingencia”.

En términos generales, las prácticas espirituales y religiosas en la adolescencia se asocian a una reducción de síntomas internalizantes (depresión y ansiedad), y  a menos conductas problemáticas y consumo de sustancias. De esta forma, al analizar los mediadores –los mecanismos que explican esta asociación–, los estudios destacan el rol de la familia y la comunidad, los valores y actitudes, el autocontrol, el apoyo y las normas. 

En relación a los padres y madres, ellos influyen en la formación de valores o ideales espirituales y religiosos. En la mayoría de los estudios que profundizan en esta materia se encontró que las PER de las familias en general (Liv, 2014) se asocian a una relación más cercana entre los padres y sus hijos.  No obstante, no siempre las prácticas religiosas y espirituales a nivel familiar están vinculadas a resultados positivos para los adolescentes. De esta forma, otra investigación concluyó que, para los hijos e hijas que practican o creen menos en este tipo de prácticas, habría una mayor externalización e internalización a través de la reducción de la calidad en la relación padre-adolescentes, es decir, que puede ser un área de conflicto y distanciamiento entre los integrantes del núcleo familiar (Kim-Spoon, Longo & McCullogh, 2012). 

Por otro lado, al participar en una comunidad religiosa o espiritual, se percibe apoyo del grupo y se desarrolla el sentido de pertenencia. Además, es común que los adolescentes tengan amigos y amigas en ese colectivo y que los padres se conozcan entre ellos. En esta línea, las y los adolescentes más involucrados en prácticas religiosas tienen (en etapas posteriores de medición) pares con menos problemas de conducta, lo que se asocia a un bajo consumo de sustancias y mejor desempeño escolar (por ejemplo, Glanville, Sikkink y Hernández, 2008; Manlove et al., 2008). 

En relación a los valores/actitudes, estos también se asocian a la adherencia a ciertos principios que se vinculan a conductas menos riesgosa (consumo de sustancias, conductas delictuales, actividad sexual temprana). Cabe destacar que los valores son metas que guían la vida, mientras que las actitudes son evaluaciones positivas o negativas de ideas, comportamientos o personas (Maio, Olson & Cheung, 2013). Además, las PER se asocian a autorregulación y autocontrol que, a la vez, predicen comportamientos más adaptativos. “Esto probablemente pasa porque los adolescentes tienen más conductas de automonitoreo”, dice la Dra. Soledad Coo, “en otras palabras, que evalúan cómo están en relación a ciertos estándares de valores y normas. Por otro lado, también pueden tener la sensación de que una entidad sobrenatural está presente y eso los lleva a monitorear su conducta”. 

En general, los estudios muestran que más que el involucramiento en prácticas religiosas –ir a misa u otro hito similar–, es la internalización de estos aspectos espirituales, es decir, la apropiación de una visión que se incorpora en el mundo, lo que predice el bienestar emocional y otros indicadores positivos. En esta línea, la espiritualidad (no solo las prácticas religiosas) se asocia a una mejor autoestima, gratitud y sentido o propósito en la vida.

“La espiritualidad en las y los adolescentes es particularmente beneficiosa, porque es una etapa de cambios y cuestionamientos, asociada al desarrollo de la identidad”, concluye la investigadora del Centro de Apego y Regulación Emocional (CARE). “En esta etapa, es común que las personas se cuestionen qué aspectos y cosas son importantes para ellos, y también su actuar. En esta línea, se ha visto que el tener una vivencia, visión o experiencia espiritual es un factor protector en la adolescencia”.